Como los discípulos en tiempos de Jesús, también a nosotros hoy nos cuesta creer y abandonarnos a Su omnipotencia; no siempre nos dirigimos a Él con aquella confianza directa y simple que debería caracterizar la existencia del verdadero creyente en Cristo. Incluso profesando nuestra fe en la Divinidad de Jesucristo, sabiendo que para Dios nada es imposible, dudamos no pocas veces en nuestras oraciones, y en nuestra relación con Jesús no “osamos” suficientemente, como si entre Él y nosotros hubiese un abismo.
Jesús, que posee un incomprensible amor por nosotros, quisiera colmarnos de Sí, haciendo sobreabundar en nosotros Su vida divina. Nosotros, ante este océano sin límites de amor, en vez de zambullirnos y sumergirnos en él, tenemos la tentación de quedarnos en la orilla, cavando huecos, contentándonos con el poco de agua que encontramos en ellos. Exactamente como en los tiempos de Jesús: la gente lo escuchaba, pasaba cerca a Él, veía sus milagros, pero cuando se trataba de dar el paso decisivo de la fe en Él, entonces se daba la vuelta y eran pocos los que se quedaban y lo seguían. Jesús ha venido para donarnos a todos el verdadero Amor, la salvación, la liberación del mal y del pecado, pero cuántas veces el hombre se resiste ante este ofrecimiento absolutamente gratuito. El Evangelio da testimonio de que no hay ningún milagro que Jesús haya rechazado a quien se lo pedía con confianza, no hay ninguna mano que se haya abierto ante Él y que haya permanecido vacía, no hay ningún corazón que haya buscado consuelo en Él y haya quedado desconsolado... Jesús no rechaza a nadie, acoge a todos e, incansablemente, le repite a cada uno la invitación de siempre: “venid a mí, vosotros que estáis cansados y agobiados, y yo os daré el descanso” (Mt 11, 28), “si alguno tiene sed, venga a mí, y beba quien cree en mí” (Jn 7, 37-38). El Domingo pasado, la Liturgia de la Palabra nos ha mostrado el evento del sordomudo sanado por Jesús: “Le presentan un sordo que, además, hablaba con dificultad, y le ruegan imponga la mano sobre él. El, apartándole de la gente, a solas, le metió sus dedos en los oídos y con su saliva le tocó la lengua. Y, levantando los ojos al cielo, dio un gemido, y le dijo: ‘Effatá’, que quiere decir: ‘¡Ábrete!’. Se abrieron sus oídos y, al instante, se soltó la atadura de su lengua y hablaba correctamente” (Mc 7, 32-35). Es interesante también constatar que ese sordomudo no fue sólo donde Jesús sino que se ha dejado acompañar: “le presentan un sordo que, además, hablaba con dificultad, y le ruegan imponga la mano sobre él”. Cuántas veces tenemos necesidad de la ayuda de discípulos del Señor que nos ayuden a nadar en el “mar” de Jesús, a creer más en su omnipotencia de gracia. Es un gran don de la divina Providencia el encontrar corazones verdaderamente abiertos a la gracia de Dios, que, con su fe y testimonio de vida, nos alientan a ir hacia Jesús, nos “llevan” hacia Él, atrayéndonos con la fascinación de una vida entregada a Él, de una alegría que no tiene igual. Corazones generosos que intercedan por nosotros ante el Padre para pedirle aquello que nosotros, todavía no osamos esperar. Qué hermoso será un día, en el Cielo, ver de nuevo los rostros, transfigurados allá arriba, de quienes sobre esta tierra nos han indicado, incluso sin darse cuenta, el Rostro de Jesús. Este Rostro se esconde detrás de tantos rostros que lo testimonian, muchas veces con pequeños signos de amor: una sonrisa o una mirada llena de comprensión, una palabra o un gesto de caridad, un silencio discreto o un consejo desinteresado... Incluso el don más pequeño está cargado de eternidad, cuando los realizamos unidos a Jesús. Es famosa la frase de Pablo VI sobre la importancia de los testigos: “el hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escuchan a los que enseñan, es porque dan testimonio” (Evangelii Nuntiandi, 41). El testigo, con su testimonio de vida, nos “transporta” hacia
Jesús. Por ejemplo, cuántos “santos” predicadores, con su palabra y su vida, han guiado las almas, abiertas al soplo de la gracia, a encontrar a Jesús y a experimentar así la misericordia divina. Deberíamos agradecer a Dios por cada “testigo” de Cristo que hemos encontrado en nuestro camino, desde que, mediante el bautismo, fuimos hechos hijos de Dios. Él, en su bondad, no deja que nos falte el apoyo de dichas almas que, sin embargo, debemos tener la humildad de saber reconocer como instrumentos de gracia que nos “llevan” hacia Él. El sordomudo, como el paralítico (cf. Lc 5, 18-25), se dejó conducir a Jesús por quien confiaba en Él, por quien él sabía, por intuición de fe o por experiencia directa, que si uno se dirige a ese Hombre no se regresa con las manos vacías. El Señor Jesús antes de morir sobre la Cruz nos ha dejado como Madre nuestra su misma Madre (cf. Jn 19, 25-27). El 15 de setiembre celebraremos la memoria de la Virgen Dolorosa y, así, recordaremos y acogeremos de nuevo el inmenso don que nos hice Jesús confiándonos a su Madre Santísima. La Virgen María nos lleva infaliblemente a Jesús y si verdaderamente confiamos en su guía, alrededor nuestro florecerá el desierto, comenzando por nuestros corazones. “Santa María, Madre de Dios, consérvame un corazón de niño, puro y cristalino como una fuente. Dame un corazón sencillo que no saboree las tristezas; un corazón grande para entregarse, tierno en la compasión; un corazón fiel y generoso que no olvide ningún bien ni guarde rencor por ningún mal. Fórmame un corazón manso y humilde, amante sin pedir retorno, gozoso al desaparecer en otro corazón ante tu divino Hijo; un corazón grande e indomable que con ninguna ingratitud se cierre, que con ninguna indiferencia se canse; un corazón atormentado por la gloria de Jesucristo, herido de su amor, con herida que sólo se cure en el cielo. Amén”.
Mons. Luciano Alimandi.
Jornada misionera mundial: las naciones caminarán en su Luz
El Santo Padre público el mensaje de la Jornada Misionera Mundial, que este año se celebra el domingo, 18 de octubre, sobre el tema: "Las naciones caminarán en su luz". El mensaje, que se ha publicado en la siguiente: "Objetivo de la misión de la Iglesia es en efecto iluminar con la luz del Evangelio a todos los pueblos en su camino histórico hacia Dios, para que en Él tengan su realización plena y su cumplimiento. (...) Es en esta perspectiva que los discípulos de Cristo dispersos por todo el mundo trabajan, se esfuerzan, gimen bajo el peso de los sufrimientos y donan la vida. Reafirmo con fuerza lo que ha sido varias veces dicho por mis venerados Predecesores: la Iglesia no actúa para extender su poder o afirmar su dominio, sino para llevar a todos a Cristo, salvación del mundo. Nosotros no pedimos sino el ponernos al servicio de la humanidad, especialmente de aquella más sufriente y marginada, porque creemos que "el esfuerzo orientado al anuncio del Evangelio a los hombres de nuestro tiempo... es sin duda alguna un servicio que se presenta a la comunidad cristiana e incluso a toda la humanidad". "La humanidad entera tiene la vocación radical de regresar a su fuente, que es Dios, el único en Quien encontrará su realización final mediante la restauración de todas las cosas en Cristo. (...) El nuevo inicio ya comenzó con la resurrección y exaltación de Cristo, que atrae a sí todas las cosas, las renueva, las hace partícipes del eterno gozo de Dios. (...) La misión de la Iglesia es la de "contagiar" de esperanza a todos los pueblos. Para esto Cristo llama, justifica, santifica y envía a sus discípulos a anunciar el Reino de Dios, para que todas las naciones lleguen a ser Pueblo de Dios". "La Iglesia universal, sin confines y sin fronteras, se siente responsable del anuncio del Evangelio a pueblos enteros. (...) Su misión y su servicio no son a la medida de las necesidades materiales o incluso espirituales que se agotan en el marco de la existencia temporal, sino de una salvación trascendente, que se actúa en el Reino de Dios. Este Reino, aun siendo en su plenitud es catológico y no de este mundo, es también en este mundo y en su historia fuerza de justicia, de paz, de verdadera libertad y de respeto de la dignidad de cada hombre. La Iglesia busca transformar el mundo con la proclamación del Evangelio del amor. (...) Es a esta misión y servicio que, con este Mensaje, llamo a participar a todos los miembros e instituciones de la Iglesia". "Es necesario por lo tanto renovar el compromiso de anunciar el Evangelio, que es fermento de libertad y de progreso, de fraternidad, de unidad y de paz. Deseo "confirmar una vez más que la tarea de la evangelización de todos los hombres constituye la misión esencial de la Iglesia", tarea y misión que los amplios y profundos cambios de la sociedad actual hacen cada vez más urgentes. Está en juego la salvación eterna de las personas, el fin y la realización misma de la historia humana y del universo". "En esta Jornada dedicada a las misiones, recuerdo en la oración a quienes han hecho de su vida una exclusiva consagración a la labor de evangelización. Menciono en modo particular a aquellas Iglesias locales, y a aquellos misioneros y misioneras que testimonian y difunden el Reino de Dios en situaciones de persecución, con formas de opresión que van desde la discriminación social hasta la cárcel, la tortura y la muerte. No son pocos los que actualmente mueren a causa de su "Nombre". "La Iglesia sigue el mismo camino y sufre la misma suerte que Cristo, porque no actúa según una lógica humana o contando con las razones de la fuerza, sino siguiendo la vía de la Cruz y haciéndose, en obediencia filial al Padre, testigo y compañera de viaje de esta humanidad". "A las Iglesias antiguas como a las de reciente fundación les recuerdo que han sido colocadas por el Señor como sal de la tierra y luz del mundo, llamadas a difundir a Cristo, Luz de las gentes, hasta los extremos confines de la tierra. La "missio ad gentes" debe constituir la prioridad de sus planes pastorales". "A las Obras Misioneras Pontificias dirijo mi agradecimiento y mi aliento por el indispensable trabajo de animación, formación misionera y ayuda económica a las jóvenes Iglesias". "El empuje misionero ha sido siempre signo de vitalidad de nuestras Iglesias. (...) Pido por lo tanto a todos los católicos que recen al Espíritu Santo para que aumente en la Iglesia la pasión por la misión de difundir el Reino de Dios, y que sostenga a los misioneros, las misioneras y las comunidades cristianas comprometidas en primera línea en esta misión, a veces en ambientes hostiles de persecución". "Al mismo tiempo, invito a todos a ofrecer un signo creíble de comunión entre las Iglesias, con una ayuda económica, especialmente en la fase de crisis que está atravesando la humanidad, para que las Iglesias locales puedan iluminar a las gentes con el Evangelio de la caridad".
Nos guíe en nuestra acción misionera la Virgen María, estrella de la Nueva Evangelización, que ha dado al mundo al Cristo, puesto como luz de las gentes, para que lleve la salvación "hasta los extremos de la tierra" (Hch 13,47).
A todos mi Bendición.
Vaticano, 29 de junio de 2009
Benedictus PP. XVI
“Mientras permanece el Rosario en una Familia, permanece Cristo, Camino, Verdad y Vida”.
El Santo Rosario nos presenta los misterios de la vida de Jesús en profunda comunión con la Virgen María, mujer que deja una huella imborrable en el Nuevo Testamento y que hoy nos sigue acompañando.
Según la tradición, el Rosario surgió en la Edad Media, durante las cruzadas de Tierra Santa. Más tarde, la Virgen se apareció a Santo Domingo Guzmán, a quien le dijo: “Ve a predicar en todas partes mi Rosario. Te lo encomiendo a ti y a tus seguidores”. Desde entonces muchos santos y fieles lo han tenido como una “cadena que nos une con Dios”. Muchos años después, en Lourdes (Francia) la Madre de Dios recordó a todos los creyentes la importancia de rezar el santo Rosario. Hasta hace pocos años el Rosario constaba de tres series de misterios (Gozosos, Dolorosos y Gloriosos). El Papa Juan Pablo II, reconocido por su amor y devoción y devoción a María Santísima, incorporó los “Misterios de luz”, para resaltar aún más el carácter cristológico del Rosario. Esta incorporación, sin prejuzgar ningún aspecto esencial de la estructura tradicional de esta oración. Se orientó a hacerla vivir con renovado interés en la espiritualidad cristiana, como verdadera introducción a la profundidad del Corazón de Cristo, abismo de gozo y de luz, de dolor y de gloria.
El Rosario es una oración a través de la cual recurrimos a Dios por intercesión de la Santísima Virgen. Por medio de María buscamos refugio, compañía, alegría, paz, serenidad para afrontar las dificultades diarias, la enfermad… y también para agradecer por los beneficios recibidos. El rosario nos fortalece para asumir las dificultades que vivimos diariamente, es una luz que nos guía por los caminos del Señor, además el Rosario es un modo eficaz de orar, porque la vida de Cristo y de María Virgen nos recuerda el fin esencial de nuestra vida, que es una milicia, una prueba de fidelidad a Dios, que concluye con la muerte y está ordenada a la gloria de la eternidad.
Una orientación, una guía, un perfil, un modelo para dinamizar nuestra búsqueda permanente hacia Cristo y para reforzar nuestra identidad cristiana, la podemos encontrar en la vida del Apóstol san Pablo, que además de celebrarse el bimilenario de su nacimiento y proclamarse un año jubilar dedicado a él en medio del auge de nuestra misión Continental, puede ser de gran ayuda para conocer e interiorizar la vida de quien fue gran animador de la historia del cristianismo; su experiencia y encuentro con Cristo Resucitado nos puede ayudar a caminar en este proceso de discipulado y misión.
Después de haber sido tomado por Cristo y llamado a su vocación específica, el apóstol se prepara el tiempo suficiente para conocer mejor, asimilar y proyectar la experiencia que ha vivido; La oración anima y acompaña todo su proceso, de allí mismo nace la llamada a la misión (Hch.13,1-5). El Espíritu Santo es el provocador de esta tarea encomendada, lo envía, permanece con él siempre, lo orienta y guía a la dirección verdadera, es como la brújula que lo acompaña paso a paso, así se puede leer a lo largo y ancho de la vida de san Pablo; esta ayuda sobrenatural le inyecta al apóstol una fuerza y dinamismo que él por sí mismo no podría tener.
Nuestra Iglesia declarada en misión permanente, desde Aparecida, es también una fortaleza recibida del Espíritu para no desfallecer hoy ante las dificultades y retos actuales, la fe en nuestro Continente Americano debe revitalizarse y así todos nosotros, como discípulos misioneros de Jesús de Nazareth, debemos ser testigos anunciando con alegría su Buena Noticia con todos los medios disponibles y en todas partes.
En el tiempo de los apóstoles la Misión tampoco fue fácil, pero se dejaron guiar por el Espíritu, con un ahínco y celo apostólico impresionable, que sólo quien se deja conducir con docilidad, generosidad y apertura, puede alcanzar a leer los signos de los tiempos; trabajemos unidos con espíritu universal, para que Dios sea conocido y alabado, por una Iglesia más viva y santa desarrollando en “La unidad y diversidad, dos aspectos que hacen que la Iglesia sea más dinámica, y que bien aplicadas a nuestra Misión Continental, darán un rostro nuevo a esta Iglesia que peregrina en Colombia”..
San Pablo reconoce el verdadero protagonista de su acción misionera y confía a él su vida, sintámonos así también, como personas llamadas, pongamos toda nuestra fe en el Señor que nos ha elegido para ser embajadores en nuestros pueblos, vivamos de la misma fuente que bebió el apóstol, “Estoy seguro que Dios, que inició su buena obra en ustedes, la irá llevando a buen fin” Flp.1,6